lunes, 2 de diciembre de 2013

Jabones para morir de ternura

Padezco el síndrome del jabonero desatado, que se caracteriza por la obsesión compulsiva de considerar mis jabones como el mejor de los obsequios, lo que me lleva a acarrear bolsitas y cajas llenas de mis creaciones a cualquier lugar al que sea invitada conozca o no a los asistentes.
Normalmente las dudas sobre lo acertado del obsequio llegan en el momento de entregarlo, en ese instante me asalta la cordura y pienso que debo ser para mis amigos como la loca de los gatos en versión perfumada, pero me dura tan sólo un instante, más o menos el tiempo que se tarda en destapar una caja o abrir una bolsa de papel. Después, al ver la cara de sorpresa y la pequeña sonrisa que aparece en los labios del receptor me convenzo de que ha sido una buena idea.
El Sábado pasado fue uno de esos días en los que aparezco con mis bolsas repletas de pequeños regalos. Mi chiquitines (lo siento, son mis creaciones, mis niños) tuvieron muy buena acogida, besos, gracias y demás lindezas que me llenan de alegría en boca de todos los agasajados, pero la última persona en recibir su obsequio fue la que hizo el cumplido más tierno, el que me dejó descolocada y a un paso del éxtasis jabonero. En mitad de la comida ella abrió su cajita de jabón goloso y exclamó  "- Me muero de ternura...". 
Quizá debería utilizar esas palabras como reclamo publicitario:  "Jabones para morir de ternura...", decid si no es para comerse a besos a Wanda y regalarle mil y una vez cualquier cosa que pueda crear con mis manos.